Zona: Eritrea (Cp.1-**)

“ Cada secreto del alma de un escritor, cada experiencia de su vida,

cada atributo de su mente, se hallan ampliamente escritos en sus obra.”

VIRGINIA WOOLF



I

La arena era espesa y suave en aquél punto de la playa, los rayos del sol quemaban la piel ilustre que cubría cada centímetro de mi persona. Me gustaba sentir cada uno de los granos entre mis dedos, en la planta de mis pies desnudos al dejar las zapatillas al borde del piso de cerámica.  Era agradable pensar que podría llegar a ser libre si tan sólo supiera cómo cruzar a nado aquella inmensidad azul que se me presentaba. 

Bufé.

Eso era realmente imposible. Poco probable. 

Seguramente los mapas que me habían mostrado en la clase desde que era pequeña eran verdaderos y el mundo terminaba:

“…en un fina línea del horizonte cayendo en picada hacia los países americanos en una cascada infinita hasta tocar tierra.”

Aquellas habían sido las exactas palabras de nuestra mentora y era lo que siempre enseñaban al principio de cada año para recordarnos que el mundo se dividía en cinco partes distintas, cinco pedazos que constituían los cinco continentes del mundo perdido, el mundo inhóspito del que ya nunca se hablaba mas que en ése primer día de historia general en la república de mi país: América, Asia, África, Oceanía y Europa.

Eritrea, es el nombre de mi país en la costas del antiguo Mar Rojo, formalmente no es un país, sino una isla que sobrevivió los estragos de la última guerra de Océanos cuando los diversos países del mundo se desprendieron unos de otros causando la muerte de muchas poblaciones enteras al hundirse las regiones debajo de los enormes tsunamis del mar. ¿Por qué sobrevivió Eritrea? Esa había sido una de mis preguntas desde que cumplí 9 años de edad, porque realmente mi ciudad natal no me resultaba algo extraordinario, contando que el país en conjunto cuenta con sus cuatro puntos cardinales de costa para poder salir a navegar en busca de las cuatro depresiones que te llevan a las finas líneas del horizonte que caen en picada a los antiguos continentes antes mencionados, como si el mundo fuese en verdad un tablero que al caer el techo se vuelve piso y el piso se convierte en techo, al menos fue la explicación que a palizas gané cuando cuestioné la verdadera naturaleza del tablero oceánico que la República de Africenses me ha dado con el paso del tiempo como “historia general.”

Debubawi, esa es la región sur de Eritrea. Habitantes: 250 mil, aproximadamente. Creatividad: nula. Asesinatos: a diario. Libros conocidos: 100 mil 350 ejemplares. Libros editados: ninguno. Exactamente puedo decir que vivo en la depresión de Kobar que se ha formado como un pequeño pueblo pesquero debajo del mar en medio de cuevas y amplias vastedades de roca y piedras de coral que dejan que las viviendas sean construidas a base de palma y ramas secas que traen del otro lado del desierto y las montañas del Rift. Creo que es lo único que puedo mencionar de mi residencia, y cómo uno puede leer, la verdad es que de magnífico tiene poco y de dudas tiene muchas. Por eso es que me gusta venir a la costa sur para sentir la arena raspar la palma de mis pies, sentir como la marea del océano llega a mis talones y sube por mis tobillos dándome una sensación de frescura desmedida tomando en cuenta el calor abrasador que hay en Eritrea. Me gusta silbar y cantar en voz alta, correr y pensar que puedo volar…no se lo digan a nadie… pero me gusta IMAGINAR.



¡Ya está! ¡Lo escribí! IMAGINAR, palabra que lleva a crear y que culmina romper toda regla estipulada por la República Africense de que la creatividad es un veneno que ha sido estirpado de las mentes humanas que habitan sus países e islas sin que pueda conocerse algo más que la mediocridad de no saber en verdad todo lo que era riqueza pura de la esencia de un ser humano. A veces pienso que realmente todos hacen como yo, imaginar en silencio y cantar, pero no es cierto, pues son máquinas con poco sentimiento de lo que la palabra creatividad significa, es como si de verdad esa parte de su alma y esencia se las hubiesen quitado de manera salvaje, aunque la respuesta puede ser el miedo a ser descubiertos con un pensamiento de grandeza y de nuevas ideas que los llevarán a que desaparezcan de la ciudad, de las cuevas de Kobar y que aún si ves que les cortan las manos en la plaza de la reforma no preguntara nadie a dónde se llevaron su persona, si seguirá en meses viva o será parte de los videos que se difunden a lo largo de las demás islas para demostrar que la creatividad se castiga con la desmembración, degollación o mutilación en poco tiempo de aquellos que logran encontrar el valor para retomar una esencia ahora olvidada, pero que llevó a que al menos esos 100 mil ejemplares se escribieran…



Suena la alarma. Es el llamado al segundo periodo de clases, donde las matemáticas son en verdad estúpidamente difíciles impartidas por ingenieros nucleares para encontrar a los próximos aprendices en dicha ciencia, donde muchos de mis compañeros salen brillando de poder para resolverlas, siendo el mayor honor que un hombre puede aspirar con su República. Más armas nucleares para más experimentos marítimos y causar una última guerra de Océanos dentro de dos o tres décadas. Suena de nuevo la alarma. Bbbbbbbaaaaaannnngggggg. Mientras me calzo las zapatillas resbalando con el piso de cerámica pienso que aquella llamada proviene de un gran palacio con retoques…¿orientales? ¿Acaso esa palabra existe? Y veo a guerreros salir atropelladamente contra un dragón dorado con bigotes en espiral y en nubes de humo blanco como los atardeceres al final del horizonte y suena el… ¿gong? Corre Naira y no te retrases sino esta vez me despellejarán la parte del omoplato izquierdo ya que el derecho no ha sanado. ¡Corre Naira! Y dejé mis pensamientos de palacios orientales de lado sin mirar atrás a la arena donde mis intentos para calzarme habían dejado una escritura y las olas se la llevaron con su regreso al mar.




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II
-Llegas tarde.- me susurró Nassif al oído cuando llegué a la línea de nuestro grupo con paso apresurado, con arcadas de cansancio y sudor en la frente que me apresuré a limpiarme con el brazo para que no vieran que había salido de la institución para ir a la costa.-Respira o te azotarán de nuevo como la semana pasada.

-Ni que lo digas.- le contesté inhalando y exhalando viendo venir al ingeniero Koffer hacia nosotros con aire suspicaz y el látigo entre sus manos. Si tan sólo fuera ése látigo con el que me hubiera castigado la otra vez, pues no tenía espuelas al final. Me sequé nuevamente el sudor y llegó junto a mí mirando mis sandalias llenas de arena, no había pensado en limpiarlas, pero no lo miré a la cara pensando que podría saber de mi ausencia durante el receso. Sacó el látigo y me azotó los pies con él y reprimí un grito de dolor, podía sentir la sangre emerger de mi piel y la carne abierta, la arena que aún prevalecía entró en la carne y el ardor fue aún más intenso. Otro latigazo y otro.

-Naiara Woolf…
-Ayudé a mi padre ayer en la pesca y no limpié las zapatillas, eso es todo, ingeniero Koffer, olvidé limpiarlas.- me gane otro latigazo por interrumpirlo, pero prefería otros más a ser llevada a la plaza de la reforma a que me dieran unos en vista de todos y con el látigo de puntas de acero y púas.

-Podría pensarse que volviste a ir a la costa a pensar en huir chiquilla.

-No, señor, lo prometo.- y lo miré a los ojos rojos por la reprimenda de no soltar las lágrimas, pero no parpadee y se creyó la historia. Gruño y caminó detrás de mí sin decir ni golpear una vez más. Respiré hondo y miré mis pies, rojos, la sangre en vivo y unas náuseas me llegaron de inmediato. Nassif me apretó el brazo con fuerza para traerme de vuelta y que no me desmayara. Asentí y me soltó. A los pocos minutos comenzamos el camino para avanzar a las clases correspondientes.
 -¿No habrá un día en que te contengas un poco, Naia?

-Lo siento Nassif, pero es mi naturaleza, a mí me gusta…

-¡No digas la palabra! Si alguien la escucha podrías terminar peor que el incidente de la plaza.

-¡No tengo 12 años!- le solté volteándolo a ver mientras nos sentábamos en los pupitres desvencijados de nuestro salón.- ¿Crees que no sé cuál podría ser mi fin si me atrevo a decirles lo que pienso y lo que hago cuando me voy de aquí? ¿Qué pasaría si les dijera en qué creo en verdad?

-Sólo no hagas nada estúpido.- miré sus ojos dorados y le sonreí poniendo un dedo en mis labios y me dejé caer en el pupitre.

No hagas nada estúpido. Creo que llevaba un récord de lograr hacer cosas estúpidas al menos tres o cinco veces al mes para furia y aprensión de mis padres que veían a una hija rebelde que les costaba mucho en medicinas y pagos a la República por negligencia comunitaria dada gratuitamente por mí con cada uno de mis arranques de querer explicar lo que veía, lo que cuestionaba del régimen y el desacuerdo sobre algunas cuestiones, como la existencia de tan pocos libros en un mundo tan grande como aquél, en tal vez un enorme tablero de ajedrez que podría demostrar ser la tierra más amplia de grandes verdades en la historia de la humanidad. No la que nos enseñaban, pero la que rara vez soñaba en mi dormitar.

Sí, caminar y estar de pie eran un martirio y sí, el ingeniero Koffer lo sabía No hagas nada estúpido. El significado de esa advertencia bien intencionada de mi mejor amigo perdió su efecto al momento que el ingeniero me pidió pararme en el tercer periodo para comenzar una nueva lectura del mes enfrente de todos mis compañeros que me miraban con pena, pues al estar parado frente a la clase si te equivocabas en alguna palabra, te trababas con alguna frase o te detenías de más en una coma o punto significaba una bala en la mano con la que estuvieras sosteniendo el libro. Koffer bien sabía que mis pies dolían y ardía, conocía que no mejorarían para mañana ni el día siguiente, así que esta vez sería mi mes de lectura, un mes que acabaría sólo si una bala llegaba a mi mano y otro me relevaba en la acción de lectura en voz alta, algo demasiado común. Pero podía ser que Naira Woolf llevase el récord de azotes y castigos semanales en un año, pero también tenía el récord de nunca haber sido disparada por equivocarme en la lectura, pues en verdad las palabras fluían en mi voz y boca como una suave mantequilla que supiera cómo terminaba cada una de las entonaciones. Pero hoy me ardían los pies y no podía mantenerme de pie mucho tiempo sin sufrir el dolor. Tal vez hoy recibiría una bala.

-Los Insufribles, por Víctor Hugo.

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